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lunes, 24 de abril de 2017

MI JUVENTUD, PUEDES QUEDÁRTELA - GROUCHO MARX

  
    Durante aquellos días de mi juventud, el dinero no llegaba fácilmente a mis bolsillos. Mi asignación semanal era de cinco centavos y los invertía con sumo cuidado. Tenía, además, un buen truco que me ayudaba a subsistir. La barra de pan costaba cinco centavos, pero el pan del día anterior podía ser comprado a cuatro centavos, de manera que yo siempre procuraba que me encargaran el trabajo de ir a buscar el pan. Compraba el del día anterior y me metía en el bolsillo el centavo que sobraba. Muchos años más tarde, mi madre me contó que nunca le había engañado con aquel pan así reseco que yo traía de casa, pero que no había querido disminuir mis ingresos ni poner mi familia comió pan duro y yo conseguí salir adelante con cinco centavos a la semana. En aquella época no me daba la cuenta, pero estaba haciendo un favor a la familia, ya que actualmente los médicos nos dicen que comer pan tierno sin ton ni son puede ser algo muy perjudicial para la salud.

    Había entonces unos caramelos de los que vendían cuatro por un centavo. No sé cuál era la materia de que estaban hechos, pero una bla podía chuparse durante dos horas antes de que desapareciera finalmente. Por la forma de resistirse tan resueltamente a disolverse, supongo que estaban hechos de pintura, azúcar y cemento de la peor calidad. Tenían más o menos el tamaño de una pelota de golf y ninguna boca, con la posible excepción de la de Joe. E. Brown, era lo bastante grande como para acomodar en ella más de uno al mismo tiempo.

    Un día frío y nevado, acababa yo de comprar cuatro caramelos. Me metí uno en la boca y oculté cuidadosamente los otros tres en mi gorra. Sé que este ha de parecer un lugar extraño para ocultar golosinas, pero había razones prácticas para seguir esta estrategia. Por ejemplo, si se me acercaba un muchacho y me pedía un caramelo, yo le decía: "Lo siento, pero no tengo más". Si todavía sospechaba, le permitía entonces que registrara mis bolsillos. A ninguno se le ocurrió mirar debajo de mi gorra.

    Aquel día, un muchacho alto y fuerte que procedía de un desapacible barrio vecino se cruzó conmigo y, viendo el bulto que producía el caramelo en mi mejilla, dijo:

    - ¡Eh, tú! Dame un caramelo.
    Como de costumbre repliqué:
    - Lo siento, pero no tengo más.
    -Eres un mentiroso - dijo.
   
    Como era un muchacho más alto que yo, preferí ignorar su vulgaridad.

    - Muy bien - repliqué-. Si no me crees, regístrame. Cuando hubo registrado mis bolsillos, dije triunfalmente:
    -¿Lo ves? Ya te he dicho que no tenía más.

    Indignado y decepcionado, me arrebató la gorra en un gesto final y la arrojó al suelo. Con horror por mi parte, los tres preciosos caramelos salieron rodando por encima de la nieve. El chico los recogió rápidamente, se metió uno en la boca y se guardó los otros dos en el bolsillo. Entonces me agarró y me propinó un terrible puñetazo en la barbilla. Durante un rato dormí pacíficamente sobre la nieve, tan frío como un pescado congelado. Cuando volví en mí, el muchacho se había ido y me dolía la barbilla.

    Aquel puñetazo inesperado significó para mí una valiosa lección. En lo sucesivo, siempre que compraba caramelos, me metía uno en la boca y los otros tres los ocultaba en mi habitación, debajo del colchón, hasta que los necesitaba.

    En aquellos días tuve otra ocasión de realizar un cambio rápido. Había un maestro en nuestra escuela que era un esnob fuera de serie. La mayoría de los maestros se llevaban la comida y parecían resignados a comer sus magras provisiones, envueltas en papel de periódico o metidas en una caja de zapatos, en el patio de la escuela.  Pero Bertram Smith, no. Él no quería saber nada de comida traída en un paquete. Cada año, un chico afortunado era honrado con la tarea de recorrer la vecindad en busca de manjares delicados para Smith. Además del desagrado normal que la mayoría de los alumnos sienten con respecto a sus maestros, este era odiado por su arrogancia y por su actitud despectiva para con todo lo que se relacionaba con la escuela. Vestía mucho mejor que todos los demás maestros, incluyendo al director. No sé como se lo hacía, pero ahora que soy mayor y que tengo más experiencia sospecho que tenía alguna señora madura que lo mantenía.

    En todo caso, fui yo el afortunado muchacho al que finalmente seleccionó para la dudosa distinción de ir a buscarle la comida cinco días a la semana. No se hizo mención de salario ni de gratificiación. Se trataba de un honor que me confería y mi deber consistía en parecer cumplidamente agradecido y feliz.

    Los gustos de Bertram por lo que atañe a la alimentación iban de lo anormal a lo exótico. Yo tenía únicamente una hora para comer y, en este tiempo, tenía que engullirme mi bocadillo de tortilla y una manzana o bien un bocadillo de mortadela y media naranja, de manera que tuviese el tiempo suficiente para ir a aquello sitios tan distantes a los que me enviaba diariamente: restaurantes alemanes, griegos, españoles, judíos, turcos. Cada día tenía que traerle aquellos extraños manjares. A veces las bandejas estaban calientes y abultaban, pero nunca oí una palabra de agradecimiento de labios de aquel sibarita antipático. 

    Al acabar el semestre, delgado, y anémico por el hecho de tragarme la comida y de correr en busca de sus viandas, recibí un dolar que Smith me dio de mala gana. Yo había soñado con veinte dólares, pero conociendo su reputación esperaba diez. Cuando me llamó a su despacho, me puso un billete de dólar en la mano y me empujó rápidamente hacia la puerta. Había planeado grandes cosas con los diez dólares que no obtuve. Con nueve dólares iba a comprarme un traje y con el pavo sobrante iba a compar a mi madre algo que necesitábamos desesperadamente: una cafetera. Teníamos una cafetera, pero era tan vieja que perdía por tres costados. Si no había alguien en la cocina que la vigilara atentamente, apagaba a menudo la llama del gas. Recuerdo que en tres ocasiones algunos miembros de mi familia, intoxicados por las emanaciones de gas, tuvieron que ser arrastrados fuera de la cocina en estado semiinconsciente. El caso es que no pude comprarme el traje de mueve dólares, pero compré a mi madre una cafetera nueva que valía un dólar. Y desde aquel día hasta el día en que me introduje en el mundo del espectáculo, puedo afirmar con orgullo que ningún miembro de mi familia volvió a asfixiarse en nuestra cocina.

Groucho Marx, Groucho y yo, Tusquets, 1995

EJERCICIOS:

1. -Busca el significado de las palabras en negrita.

2. -¿Quién fue Groucho Marx? Busca información sobre él y resúmela en un máximo de cinco líneas.

3. -¿Alguna vez has escrito un diario? ¿Qué características tienen los diarios?

4. - Imagina que es la primera vez que obtienes una asignación semanal de dinero. Relata, en forma de entrada en un diario personal, qué harás y cómo administrarás el dinero.